Pocas ciudades han sido consideradas dignas de ser habitadas por los dioses, más habituados
a las esferas celestes que a los dominios humanos. Teotihuacan es una de ellas y para haber
alcanzado el rango de ciudad mítica tuvieron que transcurrir mil años de civilización que
hoy se respira entre sus amplias avenidas que marcan los rumbos del universo y cuyo esplendor
emana de plazas y pirámides de proporciones ciclópeas penetrando los muros estucados de
imágenes primigenias de la naturaleza y figuras de un mundo espiritual casi olvidado.
Urbe divina y humana, plena de calles y habitaciones, que vivió una actividad ferviente, a
la cual entraban y salían hombres y mercancías hacia el valle de México, Puebla, Tlaxcala e
incluso hasta la Mixteca y Tehuantepec. ¿Cómo pudo surgir tal prodigio de piedra en un valle
que, comparado con el de México, aparece yermo, sujeto a las lluvias del temporal y con
unos cuantos pozos de agua?
Estudios arqueológicos han mostrado que Teotihuacán era, 600 años a.C., una aldea que comenzó
a elaborar objetos de piedra pedernal obtenida de la zona. El excedente de este producto
permitió un incipiente intercambio con otras regiones y posteriormente establecer un
eficiente comercio y agricultura planificada a partir del siglo II a.C. Desde entonces los
conocimientos desarrollados por las culturas preclásicas fueron concentrándose en torno a
un centro político y religioso que duraría hasta el siglo IX de nuestra era. El grado de
refinamiento y difusión de la cultura teotihuacana ha sido calificado como la época Clásica
en la América meridional.
La expresión más evidente del paso de las generaciones y pueblos que habitaron este sitio,
a tan sólo 50 km al Noreste de la ciudad de México, son los restos arqueológicos de la ciudad
y las innumerables piezas de fina cerámica esparcidas por el mundo. El centro ceremonial,
trazado como un gran símbolo de dos ejes; el Norte-Sur denominado Calzada de los
Muertos del que parten como alas de una mariposa edificios, palacios, plazas y adoratorios.
A la cabeza la gran pirámide de la luna y a un costado la mole inmensa de la pirámide del
Sol, dualidad creadora de la naturaleza y de los hombres que levantaron los muros de tezontle,
cal y canto.
Siglos después de abandonada, otros pueblos llamaron al sitio "Ciudad de los Dioses", no
sin razón, pues su existencia estuvo regida por profundas convicciones religiosas y normas
de vida en torno a los ciclos de la naturaleza, la siembra, la cosecha, la lluvia y una
cosmogonía de estrechas relaciones fenomenológicas cuya expresión calendárica y astronómica
se reflejó en la construcción de la ciudad.
En ello radica la importancia de las pirámides, que a diferencia de las egipcias son escalonadas
y se dividen en cuerpos horizontales para servir de plataforma a un templo. Estos
niveles son, además, elementos simbólicos de los supramundos a manera de una montaña metafísica.
Su cuadratura es expresión de una naturaleza dominada, de lo armonioso e inmutable.
Sin dejar de ser emulación de los cerros (morada del agua) las pirámides teotihuacanas
hacen de su silueta un sello de taludes y tableros que se repiten a manera de cantos sagrados.
Al sentido vertical lo complementa su base cuadrangular y su posición precisa con respecto
al trayecto de los astros. En efecto, la orientación de la Pirámide del Sol tiene una
inclinación de 17º de la dirección del polo terrestre, lo que apunta hacia el polo magnético
y permite al sol coincidir en el Cenit del centro de la pirámide los días 20 de mayo y 18
de junio. Son más las características astronómicas de esta y otras pirámides mesoamericanas
pero en el caso de Teotihuacán, el conjunto de templos y edificios rodeado por una urbe
mimetizada de campo, crean un espacio magnífico que permite establecer vínculos olvidados
entre el hombre y la naturaleza.
Así como el sol y el viento de los espacios abiertos impresionan y evocan el trabajo colectivo
en los edificios de orden civil, palacios, plazas y mercados nos adentramos a un mundo
más rico y cercano. En especial los patios propician una sensación de serenidad, como en el
caso del perteneciente al palacio de Quetzalpapálotl (ave-mariposa) con sus columnas labradas,
cornisas policromadas y almenas.
Teotihuacán no sólo es una ciudad monumental, sino también un sitio donde la pintura de murales
permite discurrir en el mundo de las figuras míticas, de dioses, jaguares, seres de
la noche y cielos acuáticos. El arte teotihuacano no se detiene en lo exterior y crea su
microcosmos de vasijas y objetos ceremoniales que, ensayados por siglos, alcanzaron la perfección.
Es así que la ciudad contenía barrios especializados de artesanos que proveían a
la ciudad y a zonas tan alejadas como Oaxaca y Yucatán. Asimismo, y como correspondía a una
ciudad cosmopolita, la ciudad llegó a tener sus barrios de grupos mayas y zapotecas.
Esta presencia teotihuacana entre pueblos alejados también creó rivalidades que se acentuaron
hacia el siglo VII. Para entonces la urbe que había crecido a costa de tierras de cultivo,
importaba materia prima y agotaba los recursos naturales comenzó a entrar en crisis.
Para el siglo IX otras ciudades de tradición teotihuacana rebasaban a la metrópoli: Tajín,
Cholula y Xochicalco. En lo sucesivo Teotihuacán contó más el numero de muertos que la habitaban,
pero su presencia se extendía a toda mesoamérica.
Los grupos que fueron llegando a la región y establecieron nuevas ciudades retomaron el
modelo teotihuacano y elaboraron una compleja mitología en torno a su tradición religiosa.
En especial destaca la figura de Ce-Acatl Topiltzin Quetzalcóatl en quien se reúnen la idea
civilizadora y el culto agrícola; de igual manera la fuerza fecundadora y destructora del
agua se complementa en el llamado dios Tláloc. En uno de los edificios correspondiente al
grupo llamado Ciudadela es posible ver, traducido en piedra y estuco, las figuras labradas
de estas dos deidades.
El efecto de contemplar una urbe semidesierta por los toltecas y más tarde en los mexicas
sugirió la idea de los cataclismos, cuya expresión literaria es la leyenda del Quinto Sol
que en suma es la recreación periódica del universo y cuyo último escenario fue precisamente
la ciudad de los dioses. Cumplido el término de esa era, a la llegada de los europeos en
el siglo XVI, los modelos de vida, patrones urbanísticos, ciclos de producción y vida social
teotihuacana se reflejan aún en el espejo de los siglos.