Desde los tiempos más remotos, el hombre, cuando no puede comprender el mundo externo que lo
rodea, crea representaciones míticas. Así, la humanidad ha llegado ha mitificar desde la
salida y la puesta del sol hasta los fenómenos atmosféricos, el crecimiento de las plantas,
el nacimiento y la muerte. La primavera es la estación del renacimiento... así lo entendieron
la gran mayoría de las religiones antiguas y, a partir de ello, levantaron muchos de sus
mitos. En este contexto, la primavera es vista como lo muerto que renace. Una vez más ocurre
el milagro: de los arboles deshojados renacen nuevos brotes y, una vez más, hay cosecha, es
decir, vida.
Mahoma decía: "No hay gota en los mares, ni fruto en los árboles, ni planta en la tierra que
no tenga en cada semilla un ángel que cuide de ella". La naturaleza está entonces ligada a lo
sagrado y protegida por los guardianes de dios para que al hombre no le falte el sustento.
Para algunos pueblos eslavos y escandinavos, por ejemplo, los templos consagrados a sus
dioses eran bosques, lagos y árboles sagrados, pero todos celebraban festivales que podían
durar semanas porque para todos los pueblos la primavera siempre era algo festivo.
Las diosas Démeter y Perséfone representaban para los pueblos de la antigüedad los poderes de
la naturaleza, su transformación y la emergencia cíclica. En la antigua Grecia, el primer día
de la primavera era el día en que Perséfone, prisionera bajo tierra durante seis meses,
volvía al regazo de Deméter, su madre.
Cuenta Homero que en el sureste de Europa hubo un tiempo en el que reinaba la eterna primavera.
La hierba siempre era verde y espesa y las flores nunca marchitaban. No existía el
invierno, ni la tierra yerma, ni el hambre. La artífice de tanta maravilla era Démeter, la
cuarta esposa de Zeus. De este matrimonio nació Core, luego llamada Perséfone. Se trataba de
una hermosa joven adorada por su madre que solía acercarse a un campo repleto de flores a
jugar. Un día, pasó por allí el terrible Hades con su temible carro tirado por caballos. Se
encandiló con Perséfone y la raptó para llevarla al subsuelo, su territorio. Deméter, al no
encontrar a su hija y con una antorchas en cada mano, emprendió una peregrinación de nueve
días y nueve noches. Al décimo día el Sol, que todo lo ve, se atrevió a confesarle quién se
había llevado a su hija. Irritada por la ofensa, Démeter decidió abandonar sus funciones y el
Olimpo. Vivió y viajó por la tierra. Esta se quedó desolada y sin ningún fruto ya que, privada
de su mano fecunda, se seca y las plantas no crecen. Ante este desastre Zeus se vio obligado
a intervenir pero no pudo devolverle la hija a su madre. Es que Perséfone ya había
probado el fruto de los infiernos (la granada) y por eso le era imposible abandonar las
profundidades y regresar al mundo de los vivos. Sin embargo, se pudo llegar a un acuerdo: una
parte del año Perséfone lo pasaría con su esposo y, la otra parte, con su madre.
Lo que este mito indica es que cuando Perséfone regresa con su madre, Démeter muestra su
alegría haciendo reverdecer la tierra, con flores y frutos. Por el contrario, cuando la joven
desciende al subterráneo, el descontento de su madre se demuestra en la tristeza del otoño y
el invierno. Así se renueva anualmente el ciclo de las estaciones y así explicaban los griegos
la sucesión de ellas: el otoño y el invierno son tristes y oscuros como el corazón de
Deméter al estar separada de su hija. La alegría y la serenidad retornan cuando vuelve con
ella, es decir, cuando comienza la primavera.