La apariencia de las cosas que obtenemos a través de nuestros sentidos físicos y los aparatos
que son una extensión de los mismos, no nos dan una visión real de las cosas. Un ejemplo de
ello lo tenemos en la aparente salida y puesta del sol, cuando en realidad se debe a
la rotación de la tierra. Otro es la ausencia de las estrellas en el cielo diurno, cuando
en realidad están presente, y otro en la irreal solidez de los objetos y los cuerpos que
nos rodean. Estas revelaciones científicas nos muestran que lo que percibimos como realidad
es un velo puesto ante nuestros ojos. Para la ciencia moderna, la visión de la materia está
cercana a suponer que está formada de pensamiento puro, como un producto de nuestra mente.
En todas las escuelas filosóficas de la antigüedad todo esto se tenía muy presente, pero al
mismo tiempo suponían la existencia de un orden más elevado, por encima de las apariencias
y de los convencionalismos. Para acceder a este orden superior, trataban de adiestrar la
mente del hombre y acelerar sus procesos evolutivos. Entendían la Filosofía, no como una
simple acumulación de datos, sino como un camino hacia lo real. El mito era uno de esos caminos.
En nuestra vida cotidiana empleamos a menudo expresiones con un significado concreto, sin
pararnos a pensar en su lejana procedencia ni en su sentido originario. Probablemente, sin
ser conscientes de ello, usamos unos nombres que la imaginación de un pueblo creó hace muchos
años para designar a sus Dioses y héroes; recurrimos, en suma, a la mitología clásica.
La mitología que Grecia nos dejó presenta un verdadero sistema estructurado que abarca todos
los aspectos de la vida del hombre y de su entorno; de ahí su validez intemporal, el
hecho de que sus posibles interpretaciones y adaptaciones vayan más allá del mito originario.
La palabra mito se utiliza tanto en sentido de ficción o de ilusión como en el sentido
de "tradición sagrada" o "revelación primordial".