Hace 510 años, liderados por el sapan inca Tupac Yupanqui, los incas penetraron en lo que
es hoy las fronteras del territorio argentino, incorporando al collasuyo grandes porciones
del Noroeste argentino. Esta invasión sería bautizada con el nombre de KUANTISUYO, o sea la
cuarta porción del TAHUANTISUYU del imperio inca.
Desde la puna jujeña llegaron a la mendocina Ushpa-llajta, donde siguieron hacia Chilli (o
sea Chile, que quiere decir Frío en quechua o quichua). Por donde pasó el Inca estableció
poblaciones luego de conquistar a los antiguos habitantes de estos territorios. Fue muy determinante
la presencia inca en la cultura que queda hoy por ejemplo en la Ceramica, las
comidas, la música y el idioma (quichua o quechua) que les fue impuesto a nuestros antiguos
habitantes; Omahuacas, Lengua, Capayanes, Cochinocas, Fiscaras, Purmamarcas, Comechingones,
Yovabiles, Pulares, lules , Calchaquies (quienes tenían su propia lengua llamada KAKAAN),
olongastas, Huarpes, Casabindos, Ocloyas, Sanavirones.
Uru era el nombre de una princesa heredera de un trono inca. Su padre, el curaca Kúntur Capac,
había procurado darle esmerada educación, pero la princesita, que vivía envuelta en
lujos y refinamientos, era sumamente díscola y caprichosa. Pasaba los días comprando ricas
telas y exóticos tocados y no cumplía con las obligaciones propias de su condición, escapándose
de la tutela de ayos o maestros. El Hamurpa, preocupado por su indolencia y egoísmo
interpelaba al curaca : "Tú sabes que estás enfermo y próximo a morir, Kúntur Capac -solía
decirle- Y tu hija heredará este trono, para el que no está preparada. Nada sabe de nuestra
historia, de nuestras costumbres y necesidades, no realiza ninguna tarea útil o noble y
solo se ocupa en vestirse, adornarse y saborear manjares costosos que hace traer de lejanos
lugares". El curaca Capac, preocupado por sus palabras, procuraba inculcar a Uru el sentido
de la responsabilidad de su futuro cargo. Todo era en vano: Uru malgastaba grandes sumas
en adquirir telas exóticas, adornos de oro y plata con que embellecía sus tocados, y pasaba
indiferente y desdeñosa ante los súbditos que se agolpaban alrededor de su killapu sin un
solo gesto benévolo ni humanitarios hacia ellos.
Por fin llegó el día temido en que el curaca falleció. Su muerte fue lamentada por espacio
de siete días y siete noches, con llantos y lastimeros cánticos religiosos con los que le
expresaban su tristeza y su miedo por el destino que les esperaba en manos de la nueva reina.
La joven, impresionada al principio por la muerte de su padre y su nuevo cargo, obedeció
en todo a Hamurpa y gobernó con verdadera inteligencia, pero pronto se cansó de ello.
Volvió a su vida egoísta y, embriagada por su poder, malgastó cuantiosas sumas en cumplir
con sus caprichos ; pronto empobreció las arcas del palacio y comenzó a oprimir al pueblo
con elevados impuestos, con los que podría mantener sus gastos.
Un día en que Hamurpa y otros consejeros ancianos procuraban conmoverla para que prestara
atención a las necesidades de su pueblo, Uru decidió desembarazarse de ellos. "Tomen prisioneros
a todos los consejeros de mi padre y azótenlos hasta que mueran -ordenó- imperiosa
y soberbia. Desde ahora en adelante, no conozco otros consejeros que mis deseos. Y no me
importa que mi gente se empobrezca o carezca de tierras y alimentos. Yo, heredera directa
de los incas, he nacido para gozar de la vida y ser obedecida". Y para ratificar su orden,
tomó ella misma su cinturón trenzado en blando cuero de cabras y comenzó a golpear a los
ancianos sacerdotes. No pudo, sin embargo, proseguir con su furia destructiva, su brazo
quedó paralizado, y toda ella enmudeció ante una figura bellísima y majestuosa que se presentó
interponiéndose entre los sacerdotes y la reina. "Has llegado demasiado lejos, princesa
Uru -le advirtió la voz de la diosa-. Hemos decidido castigarte y liberar a tu tribu
de tus desvaríos y tu mal gobierno. A partir de ahora sabrás lo que significa luchar por tu
propio sustento. Trabajarás continuamente, sin descanso por los siglos de los siglos". La
envolvió con su oscuro manto y la hizo desaparecer ante los ojos estupefactos de los consejeros.
En su lugar había quedado un insecto pequeño, de cuerpo oscuro y velloso, provisto de ágiles
patas, que comenzó inmediatamente a tejer una complicada tela con el hilo que extraía
de su propio cuerpo. Desde entonces Uru, la araña de nuestra leyenda sigue tejiendo sin
descanso para ganar el perdón de los dioses por sus antiguos errores.