Las siempre bien amadas Musas, ese grupo de benefactoras compañeras de todos los pensadores
y artistas, está formado por el número perfecto de tres veces tres. Estas nueve bellas doncellas
que son las hijas habidas en el amor de Zeus y de su quinta esposa Mnemósina, la
diosa de la memoria, hija a su vez de Urano, el primero de los dioses, y de la diosa de la
tierra, la madre Gea. Por lo tanto, además de ser su esposa, Mnemósina es tía de Zeus. Este
parentesco es un factor benéfico para la descendencia de la pareja, ya que de esa unión va
a resultar el mÁs positivo grupo familiar de la mitología griega, junto a las Gracias o
Cárites.
Zeus se unió a Mnemósina, tomando la apariencia de un pastor, ocultos ambos al resto de los
inmortales, engendrando a las musas en el lapso de nueve noches. Fueron dadas a la vida en
el Monte Pierio, con el fin de celebrar la victoria de los Olímpicos sobre los Titanes.
Las musas son diosas de la Memoria del Cielo y de la Inspiración Poética. Se dice que son
ellas las encargadas de dar los nombres adecuados a todos los seres vivientes.
Las Musas son una familia de divinidades que se convierten en figuras simbólicas de gran
importancia por sí mismas y por lo que representan. Ellas son las divinidades tutelares de
las artes y de las ciencias, la personificación del interés del pueblo griego hacia las
formas conocidas de expresión sensible e intelectual.
Ellas, aparte de su patrocinio del estudio y la creación, tañen instrumentos musicales,
cantan armoniosamente y danzan ante sus compañeros en el Olimpo, actuando siempre
desinteresadamente, entregándose a los demás con generosidad, como depositarias que son de la
sabiduría, de la belleza formal y de la alegría de la divinidad.
Guardianas indiscutidas del Oráculo de Delfos, dueñas de la palabra de lo que fue, lo que
es y lo que será. Ellas eran las encargadas de cantar a los olímpicos sus males y sufrimientos.
Se dice que con sus voces, alegraban las fiestas de los inmortales, y sus cantos
hacían resplandecer aún más el palacio de Zeus. Tenían el poder de cambiar la realidad mediante
sus sonidos musicales.
En el Monte Helicón, en cuya cumbre estaba el palacio de Zeus, se encontraban las fuentes
de aguas azuladas de la inspiración poética. En ese mismo monte, se encontraban el sepulcro
de Orfeo y el bosque sagrado.
En sus laderas pastaba Pegaso, y sus pendientes estaban pobladas de las plantas más maravillosamente
aromáticas y mágicas, capaces de privar a las serpientes de su veneno. Allí iban
a beber las musas cuando agotadas regresaban de sus excursiones al mundo humano para revelar
el conocimiento oculto. El Bosque Sagrado estaba dedicado a ellas, y en él se las celebraba
anualmente junto a Cupido. Desde allí partían en las noches hacia las moradas de los
mortales, quienes podían así oír sus melodiosas voces y recibir sus mensajes.
Las musas, dadoras de conocimientos mediante símbolos, pero muy especialmente mediante la
música, perfecta armonía matemática del Universo, se revelan a veces sin que podamos escucharlas.
Según los platónicos, no oímos aquellas notas porque no disponemos de un silencio
capaz de resaltarlas. De allí proviene la importancia del silencio sagrado revelado en el
interior del bosque, relacionado para los griegos con el dios Pan. Y así como la luz solar
es un símbolo de la Luz Inteligible, hay un sonido no sensible que es imagen del Logos, de
la Palabra o Verbo creador, cuyos intervalos o proporciones encuentran su eco en el corazón
del ser humano, canalizando las enseñanzas que solo las Musas otorgan, pues la Música es el
Cosmos revelado al hombre:
"Ser instruido en la música, no consiste sino en saber cómo se ordena todo el conjunto del
universo y qué plan divino ha distribuido todas las cosas: pues este orden, en el que todas
las cosas particulares han sido reunidas en un mismo todo por una inteligencia artista,
producirá, con una música divina, un concierto infinitamente suave y verdadero"
(Asclepio, 13).