Ivopé, el hijo del cacique Curivai, y Atí, se casaban. Contaba ya el pretendiente con el
consentimiento del padre de ella y debía cumplir, antes de realizar su propósito, la condición
exigida por el cacique, siguiendo una costumbre de la raza: levantar su cabaña y tener
su parcela de tierra para cultivar, a fin de poder subvenir a las necesidades de la nueva
familia.
Por eso Ivopé se hallaba en plena tarea. Había cortado gruesas ramas destinadas al armazón
de la vivienda y las había clavado en el suelo, en los cuatro vértices que corresponderían
a un rectángulo.
Muchos troncos se amontonaban a su lado. Con ellos construiría las paredes de la cabaña,
una de las cuales ya había comenzado a levantar, colocando los troncos uno al lado del otro
verticalmente. Luego los aseguraría con cañas transversales, atadas con fibras de güembé.
Una vez cumplida esta parte de la construcción, revestiría las paredes de barro, y para el
techo debía hacer un armazón a dos aguas que sería recubierto con hojas de palma y paja.
Después debía pensar en el fogón, que instalaría cerca de la puerta. Allí también pondría
un mortero de madera para pisar el maíz. Atí tejía una hamaca de algodón que colgarían en
el interior de la cabaña. Lechos formados por fuerte armazón de ramas, cubiertos con hojas
de palmeras pensaba construir Ivopé una vez que terminara la vivienda.
Más de una luna le llevaría esta tarea; pero la realizaba con placer pues ésa sería su hogar
desde que se casara. Ese sería el hogar de su tembirecó y el de sus hijos.
La canoa, construida con el tronco de un yuchán cortado transversalmente y excavado luego,
estaba en la playa, junto a las aguas del río. A la distancia se veían varios hombres y mujeres
trabajando en el campo. Unos labraban la tierra con palas de madera; otros recogían
curapepé o mandi-ó.
Bajo un gran jacarandá florecido, cuyas flores de color añil, al caer, pintaban la hierba
con manchas de cielo, una indiecita, sentada en el suelo, enhebraba las campanitas violadas
en una delgada fibra de yuchán, y hacía collares con que adornaba su cuello y pulseras que
envolvía en sus brazos.
A su lado, un indiecito de ocho años más o menos, manejaba el arco con la habilidad de un
experto cazador, característica que distinguía a todos los niños de la tribu. Si bien es
cierto que se trataba de un arco diferente al usado por los adultos, construido con madera
más flexible y más elástica. Era también más encorvado y de menor tamaño, unido de un extremo
a otro por dos cuerdas paralelas, mantenidas a la distancia por dos palitos terminados en
horquilla. Casi en el medio de las dos cuerdas, llevaba sujeta una pequeña red donde
colocaban el bodoque.
Este bodoque consistía en una bola de arcilla del tamaño de una nuez, cocida al fuego. En
una bolsa que tenía a su lado, había gran cantidad de esos proyectiles. Tenían los niños
guaraníes una destreza especial para utilizar esta arma. Tomaban el arco con la mano derecha,
mientras con la izquierda colocaban cuatro o cinco bodoques en la red. Tendían el arco
y lanzaban los proyectiles contra los pájaros que deseaban cazar y que caían en pleno vuelo
alcanzados por una lluvia de balas.
Pasó el tiempo. Ivopé y Atí tenían un niño de seis años al que llamaban Chululú.
Chululú gozaba de la predilección del cacique, su abuelo. Él le había enseñado a nadar, a
manejar el arco, a dirigir una canoa, y era muy común verlos juntos en la costa, pescando
con anzuelos de madera o con flechas.
Un día que la tribu se hallaba entregada a sus tareas diarias de labrar la tierra, recoger
manduví, miel silvestre o judías, de hilar algodón o de tejer mantas de este material en
telares rudimentarios, fueron sorprendidos por la llegada de Ñaró, que venía jadeante en
busca del cacique. Su excitación era mucha, pero el hábito de hablar con voz suave, rasgo
preponderante de toda la raza y en general de los aborígenes, no le permitía gritar. Cuando
estuvo al lado del jefe indígena, le informó:
-Estaba pescando en el extremo de tierra que entra en el río, cuando distinguí a lo lejos
unas manchas oscuras que se acercaban. Al tenerlas un poco más cerca, he visto que son
tres embarcaciones de hombres blancos...
-¿Cómo sabes que son embarcaciones de hombres blancos, si jamás han llegado hasta aquí?-
preguntó el cacique dudando.
-Yo las conozco- respondió seguro Ñaró. -Yo estuve allá (señalando el sur) con los charrúas...
Yo ví a los blancos apoderarse de la tierra de los charrúas...
Los que se habían acercado, al notar que sucedía algo insólito, se miraron entre sí. Se
reunieron de inmediato los principales jefes de familia y decidieron prepararse para atacar
a los extranjeros que llegaban, como lo habían hecho con otras tribus, a sojuzgarlos y a
apoderarse de sus tierras.
El cacique, como jefe, dio las órdenes. Los hombres dejaron sus útiles de labranza y corrieron
en busca de las armas. Las mujeres y los niños se dirigieron al bosque donde estarían más seguros.
Pocos instantes después todo signo de movimiento había desaparecido del lugar. Se hubiera,
dicho que era una aldea abandonada.
Cerca de la costa, detrás de los árboles y de los macizos de plantas que crecían exuberantes
en esa zona tropical, se ocultaban los guaraníes, bien armados, el oído alerta y la
vista aguda en dirección al lugar donde uno de ellos, que hacía de vigía, daría el aviso
del desembarco de los extranjeros.
El sol del mediodía caía a pique cuando anclaron las naves españolas. Un poco después descendían
de ellas los marinos que las habían conducido. Los indígenas miraban azorados, sin
dejarse ver. Los extraños vestidos y el aspecto de los extranjeros los asombraron. El calzón corto,
el jubón ajustado, la coraza y el casco refulgentes, las largas barbas, muchas
de ellas de color claro, fueron motivos de inacabables y asombrosos descubrimientos.
Los españoles marchaban con cautela. Uno de ellos, al frente, observaba con atención, temiendo
una desagradable sorpresa. Gente avezada y acostumbrada a estas lides, sabían a qué
atenerse con respecto a los naturales. Nunca sobraban las precauciones y aunque el lugar se
hallaba aparentemente deshabitado, los toldos, a lo lejos, hacían suponer lo contrario.
Cualquier ruido en la espesura, el que hacía un pájaro al levantar el vuelo, o una alimaña
al arrastrarse por la hierba seca, eran motivos de prevención, temiendo, como temían, caer
en una emboscada.
No era la primera vez que tenían que vérselas con los indígenas y conocían muy bien su manera
de proceder. Una flecha silbó en sus oídos. El ataque comenzaba. Se pusieron en guardia.
Prepararon sus arcabuces, tomaron puntería y dispararon sus armas parapetándose en las
matas tupidas o en los troncos corpulentos que allí abundaban. Los que habían quedado a
bordo esperando este momento, se alistaron para prestar su ayuda, disponiendo los cañones a
fin de hacerlos entrar en acción si la necesidad así lo requería.
Los aborígenes, aterrados ante las explosiones de las armas españolas que vomitaban fuego y
proyectiles, abandonaron la lucha tratando de huir, convencidos de que, únicamente enviados
de Añá, podían lanzar fuego en la forma que lo hacían los invasores.
A esto se habían agregado los cañones de las embarcaciones cuyo estampido logró aterrar a
los naturales y cuyas balas, al dar muerte a varios indios, fueron razón más que suficiente
para convencer a los indígenas de la superioridad extranjera, a la que no tenían más remedio
que someterse.
Pronto terminó la lucha tan desigual. Los expedicionarios, al mando del Capitán don Álvaro
García de Zúñiga redujeron con facilidad a la población que, con el cacique, quedó a las
órdenes de los jefes españoles. La paz y la tranquilidad volvieron a reinar en la población
levantada a orillas del Paraná.
Los blancos construyeron sus viviendas con troncos de árboles dotándolas en lo posible de
algunas comodidades a que estaban acostumbrados.
De las embarcaciones bajaron muebles y utensilios traídos al efecto y en un tiempo relativamente
corto, se instalaron en las nuevas viviendas.
Muchos de los tripulantes habían llegado con sus mujeres y sus hijos, pues la expedición
traía, como principal objeto, colonizar estas tierras en nombre de los Reyes de España.
El Capitán García Zúñiga traía consigo a su única hija, María del Pilar. La niña, que había
perdido a su madre siendo muy pequeña, y que contaba entonces quince años, acompañaba en
las expediciones a su padre, cuando las circunstancias lo permitían.
Rubia, de grandes ojos azules y de piel blanca como los pétalos de los jazmines, la niña
ofrecía un vivo contraste con las jóvenes indias de piel cobriza, rasgados ojos negros y
cabello lacio y renegrido. Alegre, dulce, y sencilla, unía a su carácter afable una inclinación
natural para hacer el bien a todo el que lo necesitare, sin tener en cuenta tiempo
ni circunstancias.
Quería mucho a los niños y en la población indígena llegó a ser la inseparable compañera de
los indiecitos, a los que enseñaba su lengua, les refería cuentos fantásticos valiéndose de
gestos y de palabras sencillas, y los instruía sobre las más elementales costumbres higiénicas,
haciendo para ellos vestidos apropiados y regalándoles objetos útiles que causaban
la admiración de los pequeños.
Con frecuencia se la veía rodeada de su corte infantil dando paseos por el bosque, donde
recogían frutos sabrosos de ñangapirí y de guaviyú que colocaban en cestos tejidos por ellos
mismos con fibras de yuchán, o llenaban cántaros de barro con miel silvestre, que los
mayores conseguían trepando a los árboles con agilidad y destreza.
Otras veces los paseos eran a la playa. Siendo los guaraníes un pueblo de eximios nadadores
desde pequeños se lanzaban al agua con la mayor naturalidad recorriendo largas distancias
sin grandes esfuerzos. No era raro ver a María del Pilar bajo la sombra de algún árbol corpulento,
sentada en la hierba, acompañada por los pequeños indígenas que, ubicados en rueda
escuchaban su voz dulce y su palabra cada día más familiar. Repetían vocablos nuevos y
aprendían a conocer a Dios y a los Santos.
Los indiecitos la adoraban y demostraban su cariño ofreciéndoles los más simples y originales
presentes: una florecilla perfumada, un pajarito de vistoso plumaje, un caracol, un
fruto sabroso y hasta un diminuto caí que le regalara Amangá, ya mayorcito, conseguido por
él mismo en la selva, durante una excursión que hiciera con su padre.
Estas ofrendas espontáneas, que eran el orgullo de María del Pilar, enternecían a la jovencita,
que las retribuía con una caricia acompañada con amables palabras de agradecimiento.
Conocía la niña, por haberlo necesitado muchas veces en su largo peregrinar con su padre
el uso de muchas medicinas, por lo que no era raro verla acudir al lado de los enfermos, a
los que trataba de aliviar en sus dolores. Su padre la admiraba sintiéndose orgulloso de
tener una hija así, tan bondadosa y adornada con las mejores virtudes que le resultaba la
más eficaz colaboradora en la empresa que tenía entre manos.
Le recordaba a su esposa muerta de quien María del Pilar había heredado tan bellas prendas.
Hacía más de un año que los españoles llegaron a la aldea indígena estableciéndose en ella.
El verano era sofocante. Los días hermosos, bajo un sol de fuego, eran especiales para estar
en el agua, y los niños no desperdiciaban oportunidad de hacerlo. Entonces la playa se
poblaba de gritos y de algazara. María del Pilar festejaba las travesuras de sus amiguitos
y unía su alegría a la de ellos. Ese día un sol abrasador calcinaba la tierra. Las aguas
del río, transparentes y calmas, reflejaban el celeste maravilloso del cielo y la exuberante
vegetaciín de las orillas, como un gran espejo puesto por la naturaleza para reproducir
tanta belleza.
De vez en cuando, un pajarillo, al rozar con sus alas las aguas quietas, imprimía en el
agua un movimiento que se traducía en ondas concéntricas cada vez de mayor tamaño que terminaban
por perderse, devolviendo al río su estática quietud. Nunca mejor oportunidad para
darse un chapuzón y gozar de la frescura de las aguas que ese día sofocante.
Así lo pensó también un grupo de niños que llegó dispuesto a arrojarse al río. No lejos de
ese lugar, cobijada de los fuertes rayos del sol por el tupido follaje de un corpulento
aguaribay, María del Pilar, que se entretenía cosiendo, los vio llegar. Como que provenían
de una raza de excelentes nadadores, los pequeños se movían en el agua como los mismos peces:
zambullían, chapoteaban, hacían mil piruetas que provocaban la risa de la bella española,
siempre dispuesta a festejar las ocurrencias de sus amiguitos. Estaba entre ellos y
era uno de los más audaces, Chululú, el nieto del cacique Curivai, que contaba siete años.
A pesar de su corta edad, Chululú ya había dado pruebas de ser un habilísimo nadador. Para
él no había profundidades ni distancias. Por eso era él quien se alejaba más de la costa y
el que mejor conocía los secretos del río.
Ese día, como siempre, con brazadas seguras y movimientos precisos de su cuerpo ágil, Chululú
se separó de sus compañeros nadando hacia el centro del río. La calma era total. El
Paraná, tranquilo, se dejaba invadir por el grupo de niños proporcionándoles momentos de
esparcimiento. De pronto el aire trajo el pedido angustioso de:
-¡ Socorro !, ¡ Por favor !, ¡ Me ahogo ...!, ¡ Socorro...!
Era Chululú que se debatía en las aguas al tiempo que repetía sin cesar :
-¡ Socorro...!, ¡ Me ahogo!
Los niños, incapaces de prestar ayuda, gritaron también. María del Pilar los oyó. Nadie más
que ella se encontraba por los alrededores. Nadie más que ella podía salvar al pequeño Chululú
en peligro, y sin hesitar un segundo, se quitó la amplia falda, la bata y los botines
que dificultarían sus movimientos y se lanzó al agua tratando de alcanzar cuanto antes el
lugar donde se hallaba el pequeño nadador en apurado trance.
Ella también sabía nadar muy bien y no le sería difícil llegar. Pronto estuvo junto al niño.
Trató de tomarlo por el cuello tal como su padre le había enseñado; pero no le fue posible.
La ansiedad hizo presa de ella. Chululú perdía fuerzas y ya le resultaba casi imposible
mantenerse a flote. Desesperada, María del Pilar volvió a intentar acercarse al niño
que parecía estar cada vez más lejos, y tomarlo pasando su brazo por debajo de su mentón,
pero nuevamente comprendió que sus esfuerzos eran inútiles.
Los otros niños, mientras tanto, habían salido del agua. Algunos habían corrido hasta la
aldea para avisar sobre lo que ocurría a Chululú. Los otros, miraban azorados desde la playa.
Varias mujeres aparecieron y una de ellas corrió avisar a los hombres que se hallaban
en el bosque. Entre ellos se encontraba el cacique que, enterado del peligro que corrían la
valiente jovencita española y su nieto, corrió a la costa del río y se arrojó él también
para salvar a los dos. Buen nadador como era, no le sería difícil llegar hasta ellos, aunque
ahora se hallaban más alejados, como si la corriente los arrastrara hacia el centro del
río.
María del Pilar y Chululú aparecían y desaparecían, por momentos a pesar de los esfuerzos
que ambos hacían por mantenerse a flote.
Cuando la valiente española vió que el cacique, con brazadas seguras se acercaba, tomó confianza
y con palabras cariñosas trató de infundirla al pequeño que se sentía morir. En ello
estaba, cuando las aguas traicioneras, con movimiento envolvente, la atrajeron a su seno y
la niña no volvió a reaparecer.
Cuando llegó el cacique al lugar donde su nieto se debatía desesperado, la niña había desaparecido
por completo. Otros nadadores que se habían arrojado al agua, buscaron afanosos a
María del Pilar; pero todo fue inútil. El río guardaba celoso la presa lograda después de
una lucha tan tenaz.
La última visión que tuvieron de ella, fueron sus grandes ojos azules buscando desesperados
el socorro que no terminaba de llegar. El cacique, que había conseguido rescatar a su nieto
de las aguas traicioneras, lo tendió en la playa para que se recuperara. El pobre niño, con
voz desfallecida, balbuceaba: ¡María del Pilar... ! ¡ María del Pilar...! Pero su gran amiga,
la amiga de todos los niños de la tribu, había desaparecido para siempre. Una pena muy
grande alcanzó a todos, poniendo en sus semblantes una expresión de infinita tristeza por
la pérdida de la bondadosa y dulce María del Pilar. Tanto lamentaron los aborígenes su desaparición,
tan intenso fue su dolor, que sin duda algún genio bondadoso se compadeció de
ellos. Deseando que fuera eterna la presencia de la extranjera, que desde su llegada solo
había sembrado cariño y bondad, transformó su cuerpo muerto en una planta acuática que
desde entonces se desliza por la superficie bruñida de las aguas del Paraná. Volvió a nacer
allí, donde había perdido su vida humana, repartiéndose luego por los ríos y arroyos de
nuestro país.
A esa planta que nosotros llamamos camalote, los guaraníes pusieron de nombre aguapé, y es
un hermoso exponente de nuestra flora acuática.
Su mayor belleza reside en sus flores que surgen de entre el tupido follaje como racimos de
estrellas celestes aliladas como celestes eran los hermosos ojos buenos de María del Pilar.
Son esas flores las que simbolizan la singular belleza y la bondad sin límites de la niña
española que con su dulzura infinita supo atraer a los aborígenes con mayor eficacia que la
lograda con las espadas de los audaces conquistadores hispanos.